No resulta fácil precisar por qué motivos, a partir del siglo XX, una gran mayoría de habitantes de Quito, la capital del Ecuador, comenzó a levantar muros frente a sus casas.
Puede afirmarse que no fue por motivos de inseguridad ciudadana, ya que hasta bien avanzado el siglo el espíritu de esta ciudad era el de una aldea con aspiraciones, y los robos no eran parte de las preocupaciones cotidianas.
Tampoco puede decirse de que sea una costumbre heredada de la época de la colonia española, ya que Quito, además de ser la primer ciudad en el mundo en ser declarada “Patrimonio Cultural de la Humanidad” por la Unesco, cuenta con un Centro Histórico que es un muestrario de fachadas de trabajados diseños sin ninguna intención de mantenerse ocultas.
El interrogante de esta vida detras del muro se confirma al observar que, incluso en las urbanizaciones cerradas con seguridad privada y control de acceso, también se levantan paredes para impedir las miradas de vecinos, extraños y conocidos.
Probablemente los orígenes de este virtual amurallamiento de las casas de familia de la alta sociedad -en sus inicios- puedan encontrarse en el proceso de estratificación social que comenzó a darse a partir del siglo XX.
La clase alta, descendiente de españoles, comenzó a convivir en plena ciudad con una ascendente nueva clase formada por comerciantes exitosos, en su mayoría mestizos, e incluso de pueblos originiarios. Este es tal vez uno de los principales motivos -probablemente inconfesable- que llevó a ocultar las fachadas -y la intimidad familiar- interrumpiendo así en pocas décadas una virtuosa tradición urbana que se supo desarrollarse durante los primeros cuatro siglos de la ciudad.
Extrañamente -o tal vez no tanto-, esta costumbre posteriormente fue adoptada por todos los estratos de la sociedad, y se convirtió también para algunos en un lienzo a través del cual intentan transmitir -mediante sus diseños y materiales- parte de la identidad y del status social y económico que decidieron ocultar.